lunes, 5 de abril de 2021

 

                      Prólogo

               

                                       Por Eduardo Lucio Molina y Vedia

 Lucia Giaquinto: la lograda sencillez

 

             P

oemario nacido como revelación de una experiencia entrañable, en medio de la belleza de un paisaje casi virgen y la genuina fraternidad en literatura y las artes, el presente libro de la entrerriana Lucia Giaquinto es un canto desatado contra viento y marea, un himno a la naturaleza inabarcable y al erotismo surgido en el ámbito propicio de los afanes creativos. Temática urdida sobre la trama del asombro, testimonio de su personal descubrimiento de México en esa feliz celebración de la cultura popular que es desde hace más de una década, cada Semana Santa, la Bahía de Navachiste.

 

Versos breves enhebran una melopea fascinante que nos trae aromas, aires, resplandores, de pronto el impacto doloroso de la desgracia, todo el mundo simple y contrastante de este viaje nuestro por el tiempo, por la vida.

 

Mariachis y lentejuelas, trompetas y trajes de luces, sombrerotes charros, chocan con la imagen trágica y mendicante de la pobreza, impacto crudo, fatal, que lastima la rosa del poema, esa rosa que Raúl González Tuñón quiso blindada. Así, la imagen de la Noche Mexicana en la Plaza Garibaldi recuerda y hermana un compás de tango, de ese “gotán”, como el propio Tuñón, oriundo de su Argentina natal, que se queja así:

 

“Y a la salida

de la milonga,

se oye una nena

pidiendo pan...

Por eso es que en el gotán

siempre solloza una pena...”

 

Y enseguida se despliega la vastedad del Océano Pacífico, sus lunas, su incesante y tornadizo verde-azul, sus cielos y soles desmedidos, nocturnal levitación de fábulas.

Oleaje que parece prolongarse en la feliz devastación del amor libre de convenciones, manos urgidas sobre piel desnuda y anhelante, lava que calcina las mieles del deseo:

 

“geografía tumultuosa

que se agita

en escaladas de colinas

y baja por curvas de cintura

hasta la ventral planicie.”

     

Las manos serán entonces desbocado afán, “habitantes sin rumbo de la piel, estridentes aullidos en las rocas, filosos marfiles desgarrando cielos”.

 

Todo se despliega. La tácita cita. Y el sol incendiando la carretera y el silente llanto de la despedida, agua fresca del poema. Y la cópula sediciosa, rebelde, agitada comunión de cuerpos y mentes

                         “Acompasado

latimiento.

Vibración de músculos.

Erizadas pieles.

Superficiales

mordeduras de labios

inquietos.

Interno galopar

de deseos.”

 

Paroxismo seguido de las horas vacías, de la espera ausente, del obstinado rugir de los vientos que barren sueños imposibles más allá del misterio donde surgen los abismos, los ajetreos ajenos, el absurdo, la propiedad privada de los afectos.

 

“Tu latir de hombre

que excita mi sangre

Proyectándome a un mundo

Ese...

Que hemos creado.

Sueños...

Diamantes pulidos.

 

¡No toquen mis sueños

que son sólo míos!”

 

Reclamo, revolución interior de la mujer poeta, marcada por el estigma y el fraude de la lealtad, tragando la saliva y la sangre de los celos, que destila en borbotones la savia de su avidez, la voracidad de caricias y besos que no llegan. Frío instalado en el torrente de sus horas, asfixia coagulada sobre el vacío “desnudo de placeres compartidos”.

Y el “Desierto”, ese sobrio y despojado canto de desamparo:

¿Dónde están?

He quedado sola...

Ellos también se fueron.

¿Acaso me buscan?

¿O sufro sin saberlo?

(................)

No puedo pensar... Sólo rechazo

la falta de nombres queridos.

Las palabras repletas de sabores

que aún no he sentido.

 

Misterios ofrenda el mar por cada nostalgia y va dejando “ausencias de profundas huellas” en el “infinito verbo del silencio”.

 Ave herida hacia áureos parajes de levitación, amansada quietud de aguas y tifones 

 

                                                                        

 EDUARDO LUCIO MOLINA Y VEDIA – MÉXICO (2004)

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